Es, digamos, curioso entrarle a este libro así por las bravas y a ver qué nos cuenta. Quizir: siendo uno, como es el caso, inocente de la obra -y casi de la figura- de Salvador Pániker. Ésta, por tanto, es una lectura mediterránea, de inventar la pólvora.
Salvador Pániker, nos dicen, es filósofo, ingeniero, editor de Kairós y tertuliano televisivo, normalmente sobre hechos de muerte a mano propia: suyas son las defensas de la eutanasia que corren por ahí.
En realidad todo esto da un poco lo mismo.
También da un poco lo mismo que este Diario de otoño sea la tercera entrega de las confesiones íntimas del autor. Pienso leerme las anteriores, pero en este tercer tablero no eché en falta los otros dos.
El caso.
Qué emocionante todo.
Pues Pániker tiene un ego inmenso, descompensado, de sabio total, tipo Steiner pero con sicalipsis. Las entradas de su diario, de primeras, van normalmente de sus pensamientos, todos enrevesados y conectivos de filosofías varias y del rollo hindú que -apellido obliga- apedrea la página con sus sonoridades siempre sexuales: shakti, ananda, dukkha y todo eso. Hay frases, o párrafos enteros, donde se mezclan tantos conceptos filosóficos, y tantos siglos, que no se entera uno de la misa la media. Luego se habla de amor, de la familia, de la hija enferma, de encuentros rumbosos en mansiones editoriales donde todos le tienden la mano por lo menos dos veces, extasiados; cosas en la radio; Paco Umbral; Sánchez Dragó; sexo de última hora; botica variada; playas; palabras en alemán y en francés. Vamos, una vida de las buenas.
Y así, metidos en este tráfago de lujo intelectual, de pronto -porque uno es tan listo que no lee las sinopsis de contraportada- (motivo por el cual sugiero no leer mi post si van a leer el libro), nos cae -me cae, como lector- a plomo y sin poder echar mano del hacha anti-incendios la gran desgracia en vivo del diarista. Su hija enferma, ya avisaba.
Ahí, el diario -que iba a llamar «la novela»- entra en oscuridades tan absolutas como puede uno imaginarse, y se emparenta con esa «literatura del duelo» de la que aquí ya hemos sacados algunos testimonios. Sin embargo, el duelo y la pérdida de Pániker, realmente me han llegado. Uno, como comentarista y opinador de libros, debería saber por qué esta sí; pues miren, no tengo ni idea.
Pero esta sí.
Esta muerte, su relato, sus detalles -una simple aspirina-, sus entretelas íntimas y vertiginosas, me han emocionado muchísimo, y ya supondrán que emocionarse con los libros no es algo para lo que tenga yo mucha inclinación.
Intuyo que la enorme impresión que me causa este relato tiene que ver con observar cómo un hombre sabio, pertrechado con todo el aparataje cultural posible en nuestros días, y que además nos ha mostrado en páginas previas su compromiso con la legalización de la eutanasia, se ve de pronto enfrentado a la muerte como un arriero más en el camino hacia la nada, sin que ese saber, ese discurso, ese libro último sirvan de mucho llegado el luctuoso trance. Creo que esa orfandad del intelecto, orfandad en relación a sí mismo, es la que genera el campo magnético emocionantísimo alrededor del hecho doloroso. A Pániker, en su diario, la muerte le hace cambiar hasta la sintaxis. De la frase larga y festiva a una corta y clara, de luto.
No es frecuente que en un libro la dedicatoria se lea dos veces.
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