De una cierta exuberancia referencial e histórica en Todo está perdonado, y de su apelotonamiento de acción, política y personajes, ha pasado [mi amigo] Rafael Reig a la acera de enfrente; con los maricones, no; con los austeros.
Esto de que un autor haga una novela que no tiene puta la relación con su novela (y, en este caso, con toda su obra) anterior conlleva un dilemón Filemón: ¿ser un autor reconocible por unívoco o ser un autor irreconocible pero versátil? ¿Saber planchar, cocinar y educar a los niños o sólo saber pintarse los labios (el viejo Malherido hubiera dicho: chupar pollas)? ¿Ser una monótona calidad continuamente o un multinstrumentista del propio talento, con los inevitables disgustos entre el público?
Lo que no está escrito, puesto a medirse con Todo está perdonado (y dejando al margen una sugerente sinonimia cruzada resultante de mezclar ambos títulos: Todo está escrito y Lo que no está perdonado), nos aboca a otro dilema con mortadela: ¿qué nos importa más, el objetivo que busca un autor con su obra o lo cerca que ha estado de alcanzarlo? Si, según su propio autor, Todo está perdonado quería ser la gran novela americana de la transición (sic), Lo que no está escrito, según la acertada solapa del libro, es «una pieza de cámara». Comparen América y una baldosa; «gran» y «pieza»; «transición» y «divorcio». 400 páginas con 300. Mi polla y un pirulí. (Sigan en casa).
A veces un pirulí es mejor que tantas pollas…
Lo que no está escrito tiene intenciones modestas y una factura excelente. Quizá sea la novela mejor estructurada de su autor (sobre todo teniendo en cuenta que es la única estructurada). En la obra se mezclan tres discursos, el de un padre un poco cabrón que va con su hijo -un imbécil- a la montaña, el de una madre inquieta por cómo estará el imbécil con su ex marido, y el de una novela bandarra que ha escrito el engendraimbéciles y que le ha dejado leer a su ex mujer mientras hace del imbécil todo-un-hombre.
Pocos personajes más, y poca acción, encontramos en la obra, toda ella armada con la prospección de la sentimentalidad de sus protagonistas.
Otro dilema, otra tesitura. Algunos autores, por lo que sea, por demostrar, por cambiar, por abstinencia, van y cogen y escriben una vez en su vida, en su trayectoria -pero para eso hay que tener trayectoria y no un libro de cien páginas-, una novela aplicada, perfecta, profesional. Como cuando Messi mete gol de penalti, y es futbolista, más allá del mejor futbolista.
Ser escritor, entonces, es una cosa que se le pasa a los escritores muchas veces por la cabeza, sobre todo si ya lo son. Ser escritor es, en suma, abnegación. Reig, aquí, ha tenido que expulsarse del texto -no hay humor-, retraerse, cohibirse, aburrirse con su propia prosa en algunas páginas, por el bien de la novela y contra el bien de, oh, el artista. Algo similar pudo hacer Orejudo con Reconstrucción, o ese genio superior de nuestra literatura (Alberto Olmos, por las dudas) con El estatus. Abnegación.
Más explicado: trazadas unas líneas maestras de la novela, determinados su veneros, sus contrapuntos -o sea, escritas las 20 primeras páginas- el determinismo ha de penarse; mientras un argentino genialoide puede hasta olvidarse de cómo había llamado al protagonista -todo en él será innovación– el escritor en faenas de escritor debe obedecerse. Así, la alternancia de los tres discursos arriba mencionados en la novela de Reig le habrá obligado, a buen seguro, a escribir exactamente uno de los capítulos que toca escribir justo cuando no le apetece escribirlo, justo sin saber qué poner en él y justo sabiendo que esas páginas serán, dentro de la propia novela, relleno necesario, como papelitos doblados que se ponen debajo de una pata para que no cojee la mesa.
El libro, así, pierde repuntes (subrayados), pero gana en rodaje, en carretera, en ese ser leído en función de un destino, y no de la próxima área de servicio de la inspiración.
¿Qué es mejor? ¿A o B? La opción por las páginas brillantes entreveradas con otras de muy vago interés (Todo está perdonado) crea adicción, buscamos esas páginas; la opción mesocrática, o, mmmm, equilátera, de soldadesca casi, de equipo, de páginas trabajadas para que la lectura vaya creciendo hacia un destino, engancha. Lo que no está escrito, engancha. Queremos saber si al imbécil del niño se lo come un lobo, al menos.
Otra teoría. La última. Otra idea. Last. Otra herramienta. En esto de leer, de seguir leyendo a un autor, he notado yo que va bien, el autor, yo leyéndolo, la cosa, la cosa va bien si, al acabar su última novela, siente uno interés, ganas, un cosquilleo, una mínima curiosidad, por saber qué va a escribir a continuación. Es casi inevitable que llegue un momento, a veces después de muchas obras, en que un autor deja de interesarnos, como a mí me han dejado de interesar en estos dos años unos cuantos de los que más apreciaba. Pero en el caso de Reig, sin duda, después de estas relojerías tan cucas que ha dispuesto, entiendo que aún estamos ante un escritor que se mantiene en pie.
Abnegación. Me gusta el concepto.
¿A o B? Yo digo: A+B. Pero claro, jodido que te cagas. Tal vez a los cincuenta. De momento, chapuzas de andar por casa.
Lo de Reig es normal. Ya tiene una edad. Los Mortadelos y Filemones están bien, como el terror y la ciencia-ficción, pero llega un punto en que el cuerpo te pide realismo. No me preguntes por qué.
Un dilema ¿Filemón?
Y mientras, va y la palma don Santiago Carrillo.
Me parece muy bueno
gracias
¿Alberto Olmos genio superior de nuestra literatura? ¿El que escribió, ehem, “Ejercito enemigo”?
¿Y quién es Alberto Olmos?
Todos somos Alberto Olmos. Léase sus novelas.
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