Le ha salido muy bien esta novela a Juan Aparicio Belmonte, autor nacido en los setenta que parecía abocado a una narrativa bufonesca de limitado reconocimiento y que con Un amigo en la ciudad -a pesar de la modestia de su título y de la delgadez de su lomo- consigue una de las pocas obras verdaderamente sugestivas de lo que va de curso. Iba siendo márketing para nada, el curso, fuego fatuo, decadencia.
No lo esperaba. Conozco relativamente bien la obra de Aparicio Belmonte -y a él en persona, «vaya por delante», como solía decir Rafael Reig desde ABC– y había disfrutado mucho con sus disparatadas ocurrencias, sobre todo en López López. Sin embargo, los contornos del chiste, del humor negro y de la parodia detectivesca no parecían particularmente permeables a la alta dicción de la literatura, al retrato en profundidad del malestar del alma humana o, en definitiva, a todo lo que hace de un libro algo más que un entretenimiento, así sea muy inteligente como tal.
En Un amigo en la ciudad, Aparicio ha degradado el cachondeo de su prosa para tocar el hueso durísimo de la depresión, la desgana, el dónde vamos con nuestros hijos y nuestros votos a la izquierda. Seguramente éste es un libro mucho más importante de lo que el propio autor cree.
Encontramos en la obra a un comercial de máquinas expendedoras de batidos de varios sabores que, de pronto, empieza a confundir voces y rostros, a mezclar el tiempo y el espacio, a verle bigote a su mujer y a predecir algo tan inverosímil como que España vaya a ser campeona del mundo de fútbol. La alucinación alcanza cotas cinematográficas (pienso en Jo, qué noche, de Martin Scorsese) hacia la mitad de la novela, donde la deriva desesperada del personaje lo lleva a recorrer un Madrid festivo – Andrés Iniesta, en suma- y a entrometerse en vidas ajenas y visitar espacios insospechados -acaba bebiendo brandy en el aeropuerto de Barajas- en un travelling narrativo de connotaciones existenciales tan poderosas que uno piensa en las mejores páginas de César Aira -y uno no es tan fan de César Aira- y en el mismísimo Mal de Montano de Vila-Matas.
Pero es Philip K. Dick, y su obsesión por la discutible realidad de lo real, la referencia más plausible en Un amigo en la ciudad, novela cuya adscripción realista -que doy por descontada, es decir, por fatídica- le hará un flaco favor al enorme cuestionamiento que encontramos en ella de los usos y costumbres del ciudadano medio -si quieren, madrileño y de nuestro tiempo- mediante una serie de pequeños trastornos de la percepción tan sutiles como eficaces.
La prosa, además, nos viene pulquérrima, exacta, y con gran puntería para las comparaciones, tremendamente sencillas y estimulantes: «los edificios de la Gran Vía pasaban de largo como movidos por una cinta transportadora», «se desparramaba por el suelo cuan largo era, como si quisiera convertirse en líquido.»
Ahora que nadie sabe hacer novelas y eso es ser moderno, llama también la atención la consistencia de los motivos y elementos que aparecen en el relato (sigan los lectores el rastro de un «premio de lotería» para notar que aquí nada está dicho al buen tuntún), su sabio despliegue y su estrategia, que demuestran una vez más que la novela -tomada como construcción intencionada- sigue siendo más válida y penetrante como herramienta analítica del presente que la ya insoportable y envejecida «fragmentariedad».
Esta sí; la de Qué Leer no. Estoy de acuerdo con que la literatura ha de ser el intento de reflejar ese «malestar del alma humana», pero no necesariamente el verismo es condición sine qua non para alcanzar la «alta dicción de la literatura». Supongo que tenemos diferentes opiniones acerca de la validez de las alegorías como herramientas de representación, aunque coincidamos en que la literatura ha de ser una expresión del malestar. De todas formas, creo que la crítica a Repila es totalmente injusta. Pero bueno, mejor eso que ser un perfecto hipócrita. La de Belmonte si la veo por la biblioteca la leo.
Hola, Dr. Diable. La crítica sobre la novela de Repila, más que injusta, es sin duda algo desabrida. El motivo está en que escribo las reseñas -de pago o gratuitas- nada más terminar de leer el libro, y El niño que robó… consiguió irritarme en cierta medida. Lo considero un libro demasiado correcto, y en ese exceso encuentro lo irritante. Un libro correcto sin pasarse, y que no llegó a ser conocido más que por un puñado de lectores, fue El agujero de Heldman, de Carlos Fidalgo. Es esa literatura «de provincias» (y yo soy de Segovia) que aspira a que sus presupuestos impecables -sus modales literarios- les granjeen el beneplácito unánime de la crítica, cuando lo cierto es que nos hemos limitado -como autores- a vestir bien al muñeco. Por ello, se da la extraña circunstancia de que prefiero Una comedia canalla a El niño que robó…, porque encuentro en la primera el riesgo, la pasión y la falta de cálculo que no hallo en la segunda.
Entiendo lo que quieres decir, Juan. Pero opino todo lo contrario que tú. Hubo un tiempo en que sí, me voy a los noventa y a la adolescencia profunda, en que leer Los confidentes de Ellis o Historias del Kronen de Mañas, era de lo más salvaje, porque la literatura estaba demasiado anquilosada en el artificio, la corrección y lo políticamente correcto. Pero los tiempos han cambiado y lo normal y lo esperable hoy día es escribir Una comedia canalla (ojo, que soy fanático de esta especie de neopicaresca tan española que también encuentro en tu íntimo amigo, Alberto Olmos). Con todo, el riesgo, en estos momentos, creo yo, pasa por la escritura de novelas como El niño que robó el caballo de Atila o ya que estamos El estatus, dado que no es lo esperable por parte de un autor «joven» (lo esperable es Habitación 804 de Marcus Versus, Fresy Cool de Antonio J. Rodríguez o Siberia de Soto Ivars). Estoy de acuerdo contigo en que el exceso de cálculo conduce a la privación de la naturalidad; ahora bien, el exceso de la naturalidad conduce asimismo a la triviliadad y a la falta total de dicha profundidad. Yo prefiero la profundidad de ese pozo que hay en la segunda novela de Repila, aunque sea calculada y artificiosa, que la naturalidad supercial y trivial de tres de cada cuatro novelas que se publican hoy día por autores más o menos de nuestra quinta. Creo que la literatura, si es algo, es profundidad. El talento de un escritor en estos momentos, para mí, reside en lograr esa profundidad sin recurrir al artificio de la retórica como ocurre, por ejemplo, con Carrasco por una parte, o con toda la escuela Afterpop por otra. Es decir, hacer de lo soez, lo trivial y lo incorrecto un medio para descender a las profundidades del alma humana y expresar así su malestar. Es lo que creo.
Un placer, querido Juan.
En realidad, amigo, todo va en gustos, y reitero que el momento de la lectura de un libro que no está mal puede inclinar la balanza hacia su alabanza o hacia su condenación, sin mayores criterios objetivos. Con todo -y modestamente-, no creo que a Repila le venga mal que alguien le ponga dudas a su segunda novela. Todo es camino.
Es verdad que hay libros que no gustan y años más tarde al volver a ellos fascinan. Todo tiene su momento. Y claro que de las críticas se aprende. Es más, mi experiencia me dicta que cuantos más palos, rechazos y malas críticas reciba un «joven» escritor más concienzudo se vuelve. Así queda.
Gracias por contestar, Juan, en serio.
¿Entonces la fragmentariedad y el análisis del presente son incompatibles?
(Véase La broma infinita).
Hombre, si La broma infinita te parece «fragmentaria» entonces toda narrativa lo es: La Ilíada y sus 24 cantos, la Biblia y sus doscientos mil versículos, El proceso y los fragmentos que le faltan…