Dolorosas imprentas locales

1.

Hablemos del dolor.

Si uno escribe y no le sale nada, sufre; si lo que le sale no se lo publican, sufre; si se lo publica una editorial de pronvincias, sufre; si se lo publica una pequeña editorial nacional, sufre; si se lo publica una editorial conocida… también sufre: ¿y si no me vuelven a publicar?, ¿y Babelia?, ¿y mi traducción al francés?; si le vuelven a publicar y sale en Babelia y en francés, sigue sufriendo: ¿y mi traduccion al inglés?, ¿y mi premio Nacional?, ¿y mis cuarenta ediciones?; si consigue ser volcado al inglés y obtiene el premio Nacional y le tiran cuarenta y cuatro ediciones, aún así y con todo continúa sufriendo: ¿y mi premio Nobel?

Escribir no es fácil, publicar no es fácil, ser escritor va más allá: resulta imposible.

Uno puede ser escritor -y más en nuestros días- sin haber escrito nada en absoluto, sólo porque le apetece. Al mismo tiempo, uno puede no sentirse escritor después de haber publicado diez novelas, y quién sabe si escrito otras diez más, inéditas en censura propia. Entre medias, puede abochornar la egolatría de un fulano por dos libros que nadie recuerda dónde ha publicado y que nadie ha leído frente a la modestia o despreocupación o desdén por su propia obra de otro sujeto que hasta tiene una calle con su nombre, bien que en su pueblo. Ser escritor no tiene nada que ver con escribir; tiene que ver con la fe.

La fe de algunos es delirante y contagiosa y en esa cualidad de contagio buscan su éxito: desde el mismo día en que deciden que son escritores caminan por la vida -por los actos literarios, por los medios, por la calle también- aparentando ser grandes escritores, en la creencia de que al albur de su pose toda una tropa de despistados asumirá su grandeza fingida y la convertirá en grandeza socialmente canjeable. Estos autores se toman terriblemente en serio a sí mismos, aprenden enseguida a llamar «obra» o «trabajo» a las cosas que escriben y manifiestan una repugnancia señorita por las ventas de los libros que van sacando, pues su arte no se mide en lectores-consumidores, sino en lectores-con-columna-en-prensa.

Otros escritores viven su fe en la literatura desde el pudor y entienden que no son escritores hasta que algo les haga saberse tales. Ser escritor, esas palabras, les quedan grandes justamente por exceso de respeto, por exceso incluso de ambición, pues escriben para ser Kafka o el puto Cervantes y uno no es Kafka o el puto Cervantes porque le publique un libro Mondadori, donde a fin de cuentas publican de todo menos Kafkas y Cervantes: ¿cómo engañarse?

Sin embargo, hay que engañarse. Un poco. Si uno no se engañara un poco nunca enviaría un manuscrito a Constantino Bértolo o a Jorge Herralde y pensaría que sus desvelos literarios no interesan más que a su sufrida novia o a su novio sufrido, o a un su amigo igualmente desesperado. Entonces lo mandas y te dicen que no.

Entonces lo mandas a más sitios y te dicen que no. El escritor rechazado puede entender tanto NO durante cuatro años y dos meses, momento a partir del cual no entiende nada. Pero sigue escribiendo y mandando. Otros cuatro años. No, no, no. Cuando se cruzan los treinta uno piensa en dejarlo, decisión que anima como pocas a continuar. Pero al llegar a los cuarenta ya ni dejarlo sirve para no dejarlo, y hay que buscar otro remedio: publicar donde sea.

Andrés Trapiello -ya dijimos– acuñó el brutal término «dolorosas imprentas locales» para señalar esos sellos editoriales que, por miles, abundan en provincias y donde se publican sin parar libros y autores que -dígamoslo claramente- a nadie le importan. Yo he leído varios esta misma semana. ¿Merece la pena leer un libro editado en Teruel si ya es dudoso que merezca la pena leer cualquier libro editado en el siglo XXI?

Sólo aquellos que no leen nunca este tipo de libros responderán a la pregunta con un rotundo sí.

2.

Ser escritor, decíamos.

Resulta llamativo escuchar con frecuencia determinado argumento cuando desde la labor literaria se emiten quejas y lloriqueos: ¿no os gusta escribir, no os da placer; pues qué más queréis? Mi intuición me dice que quien así interpela a los escritores llorones no escribe, o que lo hizo hace mucho tiempo, un poema a la novia, quizá.

Escribir, escribir una novela -por hablar de cosas serias-, tiene tanto que ver con el placer como subir una montaña o correr la maratón: el placer viene luego, amigos; entremedias lo que hay es trabajo.

El placer de escribir, esa liviandad, encaja perfectamente con llevar un diario autocomplaciente en que todo lo que se cuenta resulta crucial dentro de las cuatro esquinitas de tu cama, porque ese placer de escribir es en suma el placer de darse importancia. Empezar y continuar y acabar una novela, durante meses o años, consigue siempre que uno se dé cuenta de lo pequeño que es, sin embargo. El texto de la novela no es placentero mientras se escribe porque, tantas veces, no sale como debe. El novelista está obligado a que su texto funcione. Esa escritura placentera de la que hablan tantos -y que quizá, aparte del diario adolescente, puede incluir las cartas a mamá desde Londres, un verano- funciona siempre, pues se trata de un desahogo, de una terapia, de un decir las cosas para dejarlas dichas y no para que sean leídas.

Entonces tenemos a un señor, a una señora, escribiendo su novela durante meses, encontrando dificultades para que, como dijo García Márquez, «en la ciudad haga calor» (en las ciudades de ficción no hace calor porque uno diga «hacía calor», hay que echarle un poco más de gracia); encontrando dificultades para que el personaje viva y respire por su cuenta, al tiempo que va hacia el siguiente lance que se le ha preparado, y encontrando dificultades para sortear clichés, lugares comunes, rimas internas en el texto, chistes disonantes… mil cosas.Y después de este trabajo, de esta dedicación de horas, uno propone su novela al mundo y el mundo le dice que eso no vale nada, que no se lo publica, que prefiere publicar otras cosas y que, bueno, al menos escribirla seguramente le dio a usted un gran y jodido placer.

Yo a lo que iba era a hablar de algunos libros que tengo sobre la mesa, publicados por sellos menores o directamente inverosímiles. Pero no para hablar de los libros en sí -que también- sino del dolor en no (perdonen la sintaxis).

Biblioteca nacional es un libro de Mario Crespo (Zamora, 1979) que está dedicado «A todos los autores inéditos». La dedicatoria no me parece ni casual ni baladí; la dedicatoria es pura militancia.

Crespo, en cinco palabras, nos está diciendo cuál es su bando; y su bando es el de todas esas cientos y hasta miles de personas que pasaron varios meses tratando de que en su ciudad de ficción hiciera calor y que no han recibido por ello ese reconocimiento, a la postre tan ridículo, que es ver su novela publicada. Y está diciendo también que, entre los autores publicados y vueltos a publicar, hay muchos que ni siquiera saben lo que es escribir. Uno puede pulir un texto hasta la extenuación para comprobar al día siguiente que el autor más importante de su generación ha escrito su novela en dos semanas y con faltas de ortografía o de concordancia sintáctica y que va de su vida así en general y de lo mucho que le gusta ver programas de teletienda por la noche y que eso es lo que al parecer quieren publicar en Barcelona.

Por supuesto -no habría ni que decirlo- hay muchísimos autores publicados y reconocidos que disfrutan de un extraordianario talento y hay una mayoría de «autores inéditos» que son prosistas atroces y que no tienen absolutamente nada que contar; pero de lo que aquí venimos a hablar es de esa zona de sombra, de esa región fronteriza en la que, como la pelota en Match point, convertirse en escritor depende dolorosamente de la suerte.

Daniel Ruiz García, Tan lejos de Krypton, sin ir más lejos. Si esta novela hubiera sido publicada por Tusquest, no sería la mejor novela que ha publicado Tusquets en su historia, pero tampoco sería la peor; sería una más, perfectamente digna. Sin embargo, nos llega editada por Editorial Onuba (Huelva), con tirada de mil ejemplares y la promesa -lo he visto en su web- de que, después de vender los mil primeros, el autor recibirá, al igual que con esos mil primeros, un diez por ciento del precio de venta al público. No sé si se entiende -o si yo lo entiendo- pero hay algo muy malvado -o sádico- en decir que uno va a cobrar lo mismo cuando se vendan mil libros que cuando se vendan cinco mil, como si el redactor de esas cláusulas estuviera jugando y divirtiéndose con la evidencia de que, obviamente, no vamos a vender ni cuatro.

El caso es que Daniel Ruiz Garcia ha provocado estos posts sobre Imprentas locales con la nota de agradecimientos que coloca al final de su novela. Dice: « Tan lejos de Krypton es el resultado de muchos desvelos, desánimos, euforias e ilusiones». Añade: «Montero Glez, Fernando Royuela o Luis Leante han evitado, en cierto modo, mi desfallecimiento literario definitivo, una tentación demasiado poderosa en estos malos tiempos para la lírica que nos toca vivir.» Y termina dando las gracias a su mujer, «por seguir tolerándome este malsano vicio de la escritura.»

¿Les suena todo esto a placer, amigos?

A mí no.

Dejando de lado -por prevención- lo que sea que DRG quiere decir con «desánimos» y «desfallecimiento literario», les diré lo que yo veo. Veo a Beyoncé (ocurrencia puntual).

Tiene Beyoncé esa canción tituada Why dont you love me?, y en ella dice: «Tengo clase, soy mona, tengo dinero en el banco, tengo un buen culo… ¿Por qué no me quieres?»

Con esas cualidades, a Beyoncé seguramente la publicaría Espasa Calpe; pero, quererla, no la quieren.

«Tengo una historia, tengo adjetivos, soy leído, he puesto mi corazón en esta puta novela… ¿Por qué no me publicas?»

O sea, de lo que hablamos cuando hablamos de «dolorosas imprentas locales» es de amor no correspondido, de poner la ilusión de tu vida -perdonen lo cursi- en escribir y no sentir que se le hace a uno justicia. Pero, ¿es el amor justo? Con Beyoncé, en esa canción, no cabe duda de que no. Pero con los escritores…

Historia de una mirada, de Rebeca García Nieto. Está bien. Ciudades en fragmento, de Ernesto Baltar (Editorial Impronta, Gijón): un diario a la manera, justamente, de Trapiello. Está bien. No sé con quién enemistarme del catálogo de Mondadori o Anagrama para que vean a que me refiero con que estos libros «están bien», pero háganse a la idea.

Un pero. Entre estos escritores a los que sólo les falta suerte (contactos a veces no: muchos tienen más amigos escritores y editores y periodistas que, sin ir mas lejos, Alberto Olmos), entre estos escritores, digo, abunda sin embargo un estilo que es veneno para la taquilla: la corrección. Creo que hay una «literatura de provincias» que no tiene que ver con estar escrita en provincias ni con tratar sobre el agro o la ciudad pequeña y que escriben incluso personas nacidas en Madrid o Barcelona, o Nueva York. Esta literatura de provincias es una literatura del pudor y del qué dirán, una narrativa maniatada por las convenciones, que se presenta a la criba editorial como un novio se presenta a sus suegros: vestido de domingo, hablando con dicción muy esmerada y sobre temas que sabe del agrado de sus mayores. Y ahí es donde la cagan.

No quiero acabar dando consejos, pero sí haciendo mía -y vuestra- una interpretación de Rafael Reig sobre por qué algunos consiguen esa cierta satisfacción como escritores y otros no acaban de cruzar la meta volante a pesar de lo esforzado de sus escritos. Dice Reig que hay algo más allá de la propia escritura, y es la pasión -más aún: la desesperación- con la que uno quiere ser escritor. Esa desesperación -palabra exacta- es la que hace que algunos desatiendan hasta los aspectos más básicos de su vida -el trabajo, la familia- en favor de su vocación, y esa temeridad -esa locura- acaba dando a las novelas que escriben la suficiente sustancia como para que los demas reconozcan en ellas Literatura. Uno es escritor cuando no se permite a sí mismo ser otra cosa. Y se me hace difícil que alguien vaya a convertirse en escritor si deja la literatura para los meses de verano o para los domingos por la tarde, la verdad.

La literatura tiene que ser tu vida.

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14 respuestas a Dolorosas imprentas locales

  1. julian bluff dijo:

    A mi Juan ¡ya no me publicas ni tú!. Y eso tiene que significar algo. No sé exactamente qué, pero sí sé que tiene que haber algo. Igual es muy simple. O quizás no. En cualquier caso el texto de ahora se nota que es de un bloggero. Es demasiado lúcido y está demasiado bien escrito para pertenecer a un pross. ¡Abrazos!.

  2. A salvo de la broma,o pese a la broma, esos últimos párrafos: el evangelio. El resto es el Sálvame del juntaletrismo, que también tiene que haber. Si no te juegas la vida, a dejarlo.

  3. Mike Libros dijo:

    Un post estupendo, Malherido, aunque de cualquier manera imagino que existirán imprentas locales «dolorosas» y «no dolorosas», porque supongo que algún escritor que otro obtendrá satisfacción en ver publicada su novela aunque esta no salga amparada bajo el sello de Anagrama, Mondadori, Seix Barral o las cuatro editoriales reconocibles (hablando de eso tan extraño que es la literatura «literaria») que nos quedan. Periférica empezó siendo una editorial bastante periférica, ¿no?

  4. Anónimo dijo:

    Joder, este post me ha emocionado de verdad. En mi caso, ni si quiera me molesto en enviar mi original a editoriales «locales»; sencillamente imprimo 50 ejemplares en «impresión láser digital» por 200 euros y se los regalo a familia y amigos (y se lo envío a C. Bértolo que , por cierto, tuvo la deferencia de responder). SIn duda, ser publicado es la aspiración de cualquier escritor pero, para sentirse como tal, no hace falta ver un ejemplar de tu novela en la Casa del Libro. Me vale con contemplar a mi mujer, o a mi padre, leyendo uno de eses ejemplares y mirándome, después, con un sutil gesto de orgullo. Claro, que esto también podría ser el cálido refugio del que se siente rechazado. ¡Qué cojones! Lo cierto es que me muero por ver «El Manifiesto» (mi novela) publicado por Caballo de Troya.

    Subcomandante Marcos.

    P.D.: «Leo constantemente cómo los autores dicen que jamás esperan que llegue la inspiración; lo que ellos hacen es sentarse a sus escritorios todas las mañanas a las ocho, con lluvia o sol, con los restos de una borrachera, un brazo roto, o lo que sea, y vomitan su pequeña cuota. No importa cuán en blanco estén sus mentes o cuán agarrotados sus cerebros, nada de absurda inspiración con ellos. A ellos entrego mi admiración y mi cuidado de evitar sus libros.» (Raymond Chandler)

  5. Zote dijo:

    Escritores aspirantes a la fama o a mínimamente ser reconocidos, abandonad toda esperanza, hay más de vosotros que lectores que os llenen los bolsillos. Toda vuestra producción será póstuma, arqueológica. La necesidad de escribir no tiene recompensa en vida. Dolorosa o placentera, será estéril. Mola más el culo de la Beyoncé o de cualquiera otra similar. Ya lo dijo Paul Valéry en su lecho de muerte, dirigiendo su apodíctico dedo hacia los estantes abarrotados de libros: Todo eso no vale una mierda comparado con un buen culo de mujer. Bueno, en realidad dijo: Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido.
    Por cierto, Homero, y otros, jamás escribió para ninguna editorial, ni para lucrarse.

    Zote

  6. Anónimo dijo:

    Había escrito una reflexión seria y sentida por la mañana; pero a la tarde, cuando se han subido a este blog otras nuevas, la mía no estaba (y ya no la recuerdo). Por tanto, aquí dejo lo que ahora me viene cual vómito: para ser publicado, lo importante no es la calidad de lo escrito sino el tamaño de tu polla. El tamaño importa (siempre ha sido así): un buen rabo vende mucho, aunque lo utilices torpemente; un pene mediocre, por muy técnico y rítmico que sea tu movimiento pélvico, no vende. Porque de lo que se trata es de tragar cantidad y no calidad; que la comida nos entre por los ojos y no por los sentidos (igual que los rabos): un buen diseño de cubiertas, un tocho de 600 páginas y una trama que responda a las tendencias del momento (sea sexo de Grey o salmón noruego a la Larsson) y los lectores cogerán el tomo de la estantería como si agarrasen un cipote erecto y purpúreo, desando llegar a casa para disfrutarlo en la intimidad. Y es que Nacho Vidal tiene muchas más posibilidades de ser publicado que culaquiera de vosotros (nosotros): no por nada, sino porque no le cabe en un vaso de tubo.

    Subcomandante Marcos

  7. alasdeoso dijo:

    He leído la mitad del post y lo encuentro bestial. Quizás, haya que volver a modelos más antiguos, como Sei Shonagon repartiendo su libro entre sus amigos de la corte, o de Libertella haciendo dos volúmenes de su libro, uno para él y otro para prestarle a sus amigos. Ahora que España se viene abajo y va de cabeza de vuelta al Tercer Mundo, no están los tiempos para cultura literaria. Escribir al menos, sigue siendo gratis.

  8. Milos dijo:

    Me has ganado de calle… Tienes toda la razón…
    ¿Los libreros son meros tenderos? Depende de la libreria, supongo.
    ¿Los editores son meros comerciantes, yendo de mayoristas a pequeños distribuidores según el caso? Tal vez.
    ¿Entonces los escritores son meros productores, encontrando desde artesanos (o incluso perroflautas hacedores de pulseras de cuero malolientes) a grandes sociedades limitadas?

    Entre otros dardos en la diana, el último «pero» antes de citar a Reig me parece brutal…

  9. Comentaristas Anónimos dijo:

    Pues nosotros andamos desesperados porque nos publiquen lo que aún no hemos escrito… Somos muchos

  10. Hola Juan:

    Me gustó mucho esta entrada, parece que nos devuelve a los buenos tiempos de HKKMR.

    Una matización: parece que caes en una contradicción, en un momento dado hablas de la suerte y después das un motivo categórico que hace que la no-presencia del escritor no dependa de la suerte sino del talento, y hablas de la escritura de domingo y el ir arreglado.
    En realidad, creo que todos los que escribimos soñamos alguna vez con ser Martin Eden (aunque no lo hubiéramos leído aún), pero el no querer trabajar de otra cosa también conlleva más de una servidumbre: para vivir de lo que se escribe habría que escribir algo que venda y no vende (con honrosas excepciones) precisamente lo que nosotros admiramos como literario.
    Y mira a Kafka, tenía tan claro que no quería depender del mercado que se buscó un trabajo de oficinista en una empresa de seguros. Así podía escribir lo que verdaderamente le apeteciera (en su tiempo libro, en sus domingos y sus tardes) sin rendir cuentas a nadie. Así, siendo oficinista podía permitirse el lujo de ser un escritor de verdad.

    saludos

  11. Portorosa dijo:

    Me ha encantado el post.
    Un abrazo.

  12. Anónimo dijo:

    El «doloroso libro local» de Baltar fue presentado en Madrid por Trapiello, curiosamente…

  13. Buen post.
    Quizás debería crearse una especie de «editorial nacionalizada» que dependa del estado y que publique con total honestidad lo que verdaderamente destaca por su valor artístico. Eso daría algo de dinero al estado y al mismo tiempo aseguraría que no se pierde la literatura de calidad por culpa de las tendencias capitalistas.

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